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martes, 14 de febrero de 2017

El vuelo del amor




Por Ernesto Pantaleón Medina


Un día de febrero el amor, ese ente travieso, maravilloso e impredecible, decidió recorrer el mundo, como solo a los ángeles y a los dioses buenos les es dado (o al menos eso piensan algunos mortales).
En su vuelo por encima de mares, bosques y montañas se deleitó con visiones de embeleso, como la de aquellos grupos de niños y niñas jugando con pelotas de nieve, o los jóvenes excursionistas que sudorosos y sonrientes, desafiaban las alturas en un feliz remedo de cabras o águilas, o los otros, que mucho más allá retozaban entre las olas.
Avistó parques soleados o pintados de ocaso, donde parejas de distintas edades entrelazaban  sus manos y compartían sueños, esperanzas y alguna que otra frustración, que de ellas también se ha hecho la vida.
¨Pero no todo es luz en este mundo –así pensó el amor con gesto serio, muy serio y preocupado—también hay humo, estruendo, llamas, horror y llanto pugnando por desterrar la bondad, la risa y el respeto¨.
Voló horas y horas nuestro viajero, y allí en la semioscuridad de un atardecer plomizo de invierno, descubrió a un hombre en la más avanzada vejez, sentado en el portal de una destartalada cabaña.
Con pupila y labios apretados el viejo miraba al vacío, sin apreciar los juegos de las últimas luces entre las hojas del cercano bosque, ni como el sol poniente despedía sus últimos rayos, esos que algunos aseguran son de color verde, como la esperanza de que mañana amanecerá un nuevo día.
Entonces, por primera vez, detuvo su vuelo el amor, tras revolotear unos instantes, para posarse sigiloso sobre el hombro del entristecido, tan levemente que éste apenas sintió como un ligero roce de la brisa.
Y ocurrió el milagro: la olvidada sonrisa estremeció las arrugas de aquel rostro de afectos marchitos que apenas recordaba la última caricia, y el anciano, con paso nuevo, se dirigió silbando una desconocida tonada a buscar las ropas que vestía los antiguos domingos, cuando se reunía alegre la familia.

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